Nuestros mayores en la universidad

Nuestros mayores en la universidad

Esa señora que va contigo a clase podría ser tu abuela

Una graduada en Periodismo a los 82 años que coincidió con sus nietos en la facultad, una estudiante de Económicas que con 67 años está de intercambio en Corea del Sur, un universitario de 86 que pide ayuda para sus exámenes a través del foro de la UNED, y un hombre, cuyo oficio era cuidar de los cerdos, que al jubilarse se matriculó en dos carreras. No son de tu generación, dicen, pero comparten pupitre contigo en la universidad, toman apuntes y tienen carné de estudiante. Y si no se van de botellón es porque la cadera no se lo permite

A veces pensamos que la vejez es un bostezo largo, dejarse estar y mirar los tallos de hierba desde una cama. Un momento en el que el corazón serpentea, se arrastra, camina despacio, despacito, como si llevase algo que se pudiese derramar. Animal viejo. A los ancianos, después de una vida trotando, se les relega al sillón, a la espera, a ver cómo crecen las plantas de interior y las arrugas. Pero no todos entran dócilmente en esa noche quieta que es la senectud. Es el caso de algunos ancianos que, cuando todo alrededor agoniza, ellos rabian por hacer aquello que no pudieron en su juventud.

 Carmen, Gloria y Narciso son algunos ejemplos de que la edad no es impedimento para sacarse una carrera. Y no en la universidad para los mayores, no. En una donde la edad media apenas supera la veintena; donde muchos alumnos beben, bailan, aman cada fin de semana; donde los mensajes en paredes y mesas solo son señales de una adolescencia tierna que se ha abandonado hace poco.

Ellos —hijos, padres, abuelos— lucen con más orgullo su carné de estudiante que el de la tercera edad.

Con los nietos en la facultad

Carmen Delgado (Madrid, 1928) ha leído tanto que la carne de los párpados se le ha dilatado, como si en la cabeza ya no tuviese espacio para tanto conocimiento y lo hubiese repartido por el rostro. Se asemeja a su casa, un lugar en el que apenas caben ya más libros. «Antes de morir, mi marido calculó que tendríamos unos 5.000», cuenta. Por eso, Carmen, que ahora tiene 86 años, los distribuye por cualquier rincón. En el comedor, en los dormitorios, en la salita, en el sótano, incluso en el cuarto de baño, junto a los cepillos y los geles.

En 2004, después de que su marido falleciera, su nieto tenía que decidir qué carrera quería estudiar. «Haz Periodismo», le dijo, con la fantasía de que sería ella la que acudiría a clase. ¿Y por qué no?, se preguntó. Así comenzó el periplo de esta anciana que se matriculó en la Universidad Complutense de Madrid con 77 años y que dejó las aulas con 82, con su birrete y su diploma. «No quería ser una viuda de España, que vas a tomarte un té a casa de Fulanita, a jugar a las cartas, a cotillear… Quería aprovechar mi tiempo. Un primo se jugó una comida conmigo a que no duraba ni cinco días. La gente de mi edad se asombraba, mis amigas me decían: “¿Estás segura? Va a ser muy duro, vas a tener que madrugar, ¡tú no has madrugado en tu vida!”. Mis hijos al principio se extrañaron, pero luego los cuatro me apoyaron».

Sus manos ancianas son un magma de estrías, arrugas y venas: un géiser de recuerdos que brotan desordenados, volcánicos, de su boca. Rememora aquella vez que su esposo, Pedro Toni Sterling, se marchó a EEUU con unabeca Fulbright de cirugía y le pidió que se casara con él por teléfono. O cuando su suegra se vistió toda de negro tras enterarse de que los republicanos habían matado a su segundo hijo. También recuerda el primer día de clase en la facultad de Ciencias de la Información. «Fui sola y esperé en la puerta a que abrieran, estaba temblando. Había muchos jóvenes y me miraban, hablaban entre ellos, a mí nadie me decía nada. Cuando vieron que entraba y me sentaba en la primera fila, que me puse ahí para ver el tablero [la pizarra], se quedaron alucinados. Nadie se sentó conmigo, claro. Fui a casa y pensé que no iba a aguantar, nadie me dirigía la palabra. A los pocos días en clase nos mandaron hacer unas fotocopias y Leti, una chica canaria, me vio perdida y me acompañó. Subimos juntas y ya se sentó conmigo. Al día siguiente se pusieron también con nosotras las amigas de Leti, y entonces me aceptaron en el grupo».

Contaban con ella para todo: para los trabajos, los apuntes y los botellones: «Barcia, un compañero mío, me decía todos los viernes: “Venga, hoy te vienes al botellón”. Y yo decía que no, que no, que otro día. Y en una de esas le pregunté: “Pero Barcia, ¿ahí hay para sentarse?”. Y me contestó: “Sí, en el suelo”. Pensé “huy, como me siente en el suelo tienen que venir los bomberos a levantarme”».

Mientras ella cursaba Periodismo, sus nietos Javier e Inés estudiaban Comunicación Audiovisual y Publicidad, respectivamente. «Nos veíamos y nos tomábamos una cañita en la cafetería, me ponía con Javier y con sus amigos. Toda la facultad sabía que era la abuela». Como las carreras eran diferentes nunca pudieron intercambiar apuntes, aunque Carmen asegura que sus compañeros siempre procuraron que fuera al día: «El segundo año me operaron de la mano y no podía escribir. Todos se portaron fenomenal. “Carmen, ¿tienes esto, tienes lo otro?”, me decían. Descubrí que la juventud actual era mucho mejor que la nuestra, más generosa. Y, que desde luego, no tienen tantos prejuicios como teníamos nosotros».

Comenzó la licenciatura parar calmar esa nostalgia propia de los humanos, la de añorar algo que nunca has tenido pero que, en realidad, crees que te pertenece, que es para ti. «Leía siempre, siempre a Manu Leguineche y pensaba que yo quería hacer eso, quería ser corresponsal de guerra». Sin embargo, con el transcurso de las semanas, la literatura y la escritura quedaron sepultadas por un aprendizaje más personal. «Había una chica, Marta Rubio, con la que salía a fumar entre clase y clase. Nos reuníamos unas cuantas y ellas hablaban de lo que iban a hacer el fin de semana. “Me voy a Burgos con mi novio”, decía una. “Yo en Semana Santa igual viajo a París”, comentaba otra. Y ya un día les dije: “¿Vuestros padres qué dicen?”. “Que nos cuidemos y que seamos buenas”. Entonces Marta me preguntó:“Carmen, no me digas que tú no te acostaste con tu novio antes de casarte…”. Les dije: “Pues no”. Todo el corro pendiente. “¿Por qué?”, me decían. “Chica, porque entonces no se llevaba, éramos religiosas y se consideraba pecado. Además, estaba muy mal visto. En seguida te ponían la palabra “fresca”. Ahí me di cuenta de que ellos se han criado así y pensé: “O me acostumbro o me muero. No puedo estar escandalizándome todos los días”. Fue como cuando le pedí a Marta que rezara por mí, que esa tarde tenía un examen. Me dijo: “¿Y qué rezo?”. “Pues qué va a ser, un padrenuestro”. “Ay, Carmen, yo no sé rezar un padrenuestro”, me contestó. Me quedé tan alucinada que pensé que estaba en Groenlandia con los esquimales. Pero es que son sus costumbres, es su vida, a ellos les parece natural. ¿Quién soy yo para decirles nada?». A través de WhatsApp, Facebook, Linkelín (como lo llama ella) e incluso Twitter, Carmen mantiene contacto con sus compañeros. «Todos los años les invitaba a una merendola en casa y aceptaban encantados. Todavía me dicen que a ver cuándo hago otra».

Las dos matrículas de honor que obtuvo durante la licenciatura son un motivo de orgullo para ella, sobre todo cuando recuerda lo desanimada que llegó a casa después de que un profesor le dijera que quizá esto no era lo suyo. «Nos mandó hacer una redacción. Se sentó y me dijo: “Está bien, está correcta, no hay faltas de ortografía y tiene un gran conocimiento del idioma, pero yo creo que este no es su camino”. Me dejó hecha polvo, oye. Luego aprobé su asignatura con sobresaliente. Yo a veces decía que les daba pena la viejecita y que por eso me ponían buenas notas, pero la verdad es que estudié como una fiera». Gracias a ese empeño casi animal ahora puede decir que es periodista. Por ello muestra su foto de graduada con satisfacción. No sin antes decir: «La verdad es que con birrete estoy feísima».

A la facultad, con bastón y sombrero

«Necesitaría ayuda para los exámenes». Así se resume el mensaje que Narciso Bellido dejó en un foro de la Universidad de Educación a Distancia (UNED). Lo que llamó la atención de quien encontró la petición fue la edad del estudiante: 86 años.

«Saludos, necesitaría para practicar los exámenes antiguos para practicar. Tengo 86 años y me es complicado buscarlo debido a mi escasa experiencia en interne. Muchas gracias por vuestra ayuda y ánimo a todos» (sic).

«En realidad me llamo José Narciso, porque cada uno de mis abuelos quería que me llamara como él. El cura metió mano y dijo: “¡Pues los dos!”. Aunque a mí me gusta más Narciso, es como más afrodisíaco». Así se presenta este granadino de nacimiento (aunque criado en diversas partes de Andalucía),actualmente matriculado en Derecho por la UNED. Hijo de un guardia civil y el segundo de cinco hermanos, le encantaba leer y estudiar desde pequeño. «Iba a un colegio en Antequera que mi padre pagaba pidiendo dinero a sus amistades. Lo que más recuerdo es el frío que pasaba, siempre con pantalones cortos y alpargatillas. Eso y el hambre. Robaba los mendrugos de pan que el cochero guardaba para los caballos. Me levantaba a media noche y los cogía». Según cuenta, con 14 años tuvo que dejar los estudios. «Como mi padre pedía dinero, uno muy envidioso se chivó al Director General de la Guardia Civil, Don Camilo Alonso Vega, siempre me acordaré de su nombre, y como este era más malo que un dolor mandó a mi padre de servicio a otro sitio, a Isla Mayor».

Comenzó a vender hilos y dedales, los llevaba en una cesta casa por casa. Eso cuando no tenía que ir al campo a trabajar. Con la mayoría de edad, y tras acabar el servicio militar, ingresó en la Policía Armada, en el servicio nocturno. «Como en realidad ganaba poco, por las mañanas trabajaba en un almacén de madera, descargando tablones. Al final se te ponían los hombros en carne viva». Con 25 años, Narciso se marchó a Santo Domingo (República Dominicana), pero tras cinco años allí trabajando de policía decidió volver a España y abrir una tienda de comestibles en Écija. «Para poder pagar a todo el mundo tuve que endeudarme. Así que cuando me jubilé, dije: “Voy a estudiar Derecho”. Porque a mí me habría encantado entender de leyes, creo que me habría sido muy útil para mi negocio».

Narciso, que tiene artrosis, acude a los exámenes con su bastón, su sombrero y su carné de estudiante. «A clase solo voy para examinarme. Ahora en febrero he tenido los exámenes y creo que he salido bien. Voy aprobando como puedo, con cincos, seises y, bueno, algún siete he sacado». El tiempo en casa lo dedica a estudiar en su despacho y a cuidar de su mujer. «Antonia y yo fuimos unos pioneros porque nunca nos casamos, somos pareja de hecho. Ella tiene 83 años y está con diálisis, inválida total. Nunca me ha dicho nada, pero yo creo que a ella le haría ilusión, así que tengo preparada una sorpresa: va a venir a casa un funcionario del Ayuntamiento y nos va a casar».

En Corea del Sur con una beca de intercambio

 «Al acabar bachillerato y comenzar Económicas en la Universidad de Málaga, me quedé embarazada. Mis padres no podían enterarse, no quería darles ese disgusto, así que me fui a Dublín de ‘au pair’». Este fue el motivo por el que Gloria Barceló interrumpió sus estudios. Allí estuvo seis meses, hasta que dio a luz: «Mis amigas me decían que se lo contase a mis padres, que en España iba a estar mejor, pero no me atrevía». Finalmente, su hermano intercedió en el asunto para ayudarla y la familia lo aceptó.

Al regresar, su nivel de inglés era muy bueno, así que se preparó para optar a un puesto de venta de billetes en Iberia, en el aeropuerto. Aprobó el examen y en ese lugar donde nadie permanece, en el que todos están de paso, Gloria trabajó hasta la jubilación. Fue entonces cuando pensó en aquella licenciatura que dejó a medias. Se matriculó de nuevo en la Universidad de Málaga y retomó los estudios. «Al principio llamaba la atención, muchos alumnos pensaban que yo era la profesora. Pero en seguida me adapté, porque yo soy muy extrovertida y, además, los compañeros veían que yo cooperaba: dejaba apuntes, ayudaba en época de exámenes…».

Ahora con 67 años acaba de irse a Incheon (Corea del Sur) con una beca de intercambio. «¡Como un Erasmus!», dice. Allí comparte habitación con una veinteañera francesa, en la residencia de estudiantes. Con un nivel alto de inglés y tan solo dos asignaturas pendientes para terminar la carrera, Gloria quiere disfrutar tanto como lo ha hecho hasta ahora en la facultad malagueña. «Allí en España siempre salgo con los jóvenes, y bailo muchísimo, la que más, como una loca. Y en Corea, en cuanto conozca gente, igual. Solo que aquí dicen que la gente es más de ir a karaokes, pero yo me apunto a lo que sea».

A su regreso, en julio, Gloria tenía pensado irse a Australia a estudiar otra carrera, pero de momento ha decidido posponerlo, pues quiere disfrutar de sus nietos. «Siempre puedo irme de viaje yo sola unos cuantos meses. Opedirme una de esas becas de lectorado español en el extranjero».

Gloria Barceló, a la izquierda, junto a sus compañeros de la Universidad de Incheon, en Corea del Sur.

De guarrero a universitario

Con paso rápido y corto, gafas y un pantalón de pana. Así recuerda José Miguel Jiménez Triguero a un compañero octogenario con el que coincidió en la asignatura Historia medieval de Andalucía, en la Universidad de Granada. José Miguel no acierta a decir su nombre, hace ya más de diez años que acabó la carrera de Historia, pero él y otros alumnos recuerdan a‘El Hombre Mayor’, como le llamaban. «Además de en nuestra licenciatura, estaba matriculado en Arquitectura. Él siempre decía: “En vez de ir al hogar del pensionista, vengo aquí, no voy a perder el tiempo”», cuenta.

Natural de Albacete y de oficio guarrero —que cuida de los puercos—, se mudó a Granada para estudiar en la universidad de allí. «Siempre hablaba de sus hijos y de sus nietos, pero nunca de su mujer. Imagino que había fallecido. Igual por eso decidió estudiar, para hacer algo que no fuese jugar al dominó con otros ancianos, que era algo que odiaba. Era un hombre muy leído y culto a pesar de no haber ido al colegio. Recuerdo que en una ocasión hicimos una excursión a Baeza y él ejerció de guía. Se cogió un micrófono, se puso en medio del autobús y empezó a contar cosas que ni el profesor sabía», relata José Miguel.

Tanto él como otra alumna, Claudia Molina, mencionan las múltiples intervenciones que realizaba en clase para hacer correcciones al profesor. «Una vez se enfadó mucho porque un compañero hizo un comentario muy prejuicioso sobre los musulmanes y su color de piel. Al día siguiente le llevó una lista de califas y le enseñó que muchos de ellos tenían la piel blanca, los ojos claros y eran pelirrojos».

‘El Hombre Mayor’ nunca prestaba sus apuntes, que tomaba a mano cuidadosamente. «Si le pedíamos ayuda, él nos sentaba y nos explicaba cualquier cosa. No nos lo ponía fácil, que es lo que queríamos nosotros. Él pretendía enseñarnos. Lo que parece que siempre se le resistió fue el ordenador. «El profesor nos evaluaba a través de trabajos, unos esquemas que teníamos que entregar. Él pidió hacerlos con su puño y letra. No buscaba en Google, consultaba libros. Todo lo hacía a mano». Todo menos consultar el campus virtual, para lo cual pedía ayuda a alguien que estuviese en la sala de ordenadores. «Siempre llevaba un papelito con su nombre de usuario y contraseña». Escritos con boli, claro.

 

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